Autor: Donna Tartt (Mississippi 23/diciembre/1963)
Editorial Lumen
The Goldfinch, 2013
Un libro que tendrás varios días en tus manos; con una portada muy acertada que crea la ilusión de llevar el cuadro "El jilguero" de Carel Fabritius (1622-1654) en un envoltorio que empieza a romperse.
...apenas prestaba atención a dónde nos dirigíamos cuando me di cuenta de que ella acababa de decir algo. No me miraba a mí sino al parque; su expresión me hizo pensar en una famosa película francesa cuyo título no recordaba, en la que unos individuos distraídos caminaban por calles azotadas por el viento y hablaban mucho pero en realidad no parecían hablar unos con otros.
—¿Qué has dicho? —le pregunté tras unos minutos de confusión...
Este cuadro es robado por un adolescente de un museo cuando en este se produce una explosión. Donna Tartt ganó el Pulitzer con esta novela. Ella se toma muchos años para escribir sus libros y aunque es lo primero que leo de ella espero no ser temerario al afirmar que se nota en su novela que el proceso de escritura ha sido largo.
Experimenté la sensación de leer varias historias Vi el quiebre en dónde o con quienes vivía el protagonista. Aún así las "historias" se suceden acertadamente. La escena de la explosión en el museo y las situaciones inmediatas me atraparon; fue como leer un guión cinematográfico y disfrutar de una composición completa.
—Verás, es que… —Se echó hacia delante y parpadeó rápidamente—. No concuerda con lo que me dijeron. Me aseguraron que había muerto en el acto. Hicieron mucho hincapié en ello.
—Pero… —Me quedé mirándolo, atónito. ¿Se creía que me lo estaba inventando?
—No, no —se apresuró a decir él, levantando una mano para tranquilizarme—. Solo que… Estoy seguro de que es lo que nos dicen de todas las víctimas, que murieron en el acto —dijo sombrío, cuando seguí mirándolo fijamente—. «No sufrió en absoluto». «No se sabe qué lo golpeó».
De pronto comprendí con un escalofrío las implicaciones que tenía para mí esa afirmación. Mi madre también había «muerto en el acto». No había sufrido «nada en absoluto». Los asistentes sociales habían insistido tanto en ello que no se me ocurrió preguntarles cómo podían estar tan seguros.
—Aunque, la verdad, me costaba imaginarlo muriéndose de ese modo —continuó Hobie rompiendo el brusco silencio que se había producido—. El fuerte resplandor, cogiéndolo desprevenido. Yo tenía el presentimiento…, a veces pasa, de que no había sido como decían.
—¿Cómo? —repliqué, alzando la vista desorientado ante la nueva y perversa posibilidad con que me topaba.
—Un adiós en la puerta —dijo Hobie, en parte como si hablara consigo mismo—. Eso es lo que a él le habría gustado. La última mirada de despedida, el haiku de la muerte… No le habría gustado marcharse sin pararse a hablar con alguien por el camino. «Un salón de té en medio de flores de cerezo, camino de la muerte».
Me dejó confundido.
Entre los personajes secundarios Hobie y Lucius son como dos caminos que se abren en la vida de Theo, el cree pertenecer y transitar uno de estos caminos aun cuando no pocos elementos lo sitúan en lo que él rechaza. Theo tiene conflictos con las consecuencia de sus actos, desconfía de todos, es para los que le conocen como una intrigante fachada.
Sólo dos cosas que esperaba en la novela y no se dieron: un mención que permita conocer la naturaleza del atentado y una evolución de Boris que termina siendo un personaje lineal, muy pintoresco, quizás el más llamativo; pero estático como un estereotipo. Pero esto no resta valor a la novela, que confío disfrutaras.
Retrocedí para mirarlo mejor. Era una criatura pequeña, franca y pragmática, no había nada sentimental en ella; y algo en la prolija y compacta disposición de las alas sobre el cuerpo, la luminosidad, la expresión alerta y vigilante, me recordó las fotos que había visto de mi madre cuando era niña: un jilguero con la cabeza oscura y la mirada fija.
Por momentos leer El jilguero fue como ver una road movie. Con situaciones inesperadas, con los desencuentros típicos de una historia del camino. Donde con pesar suele descubrirse cómo algunas relaciones son espejismos, y el deseo no alcanza para anclar una realidad que siempre está en fuga. El jilguero es muy bonito, pero la belleza de la obra de arte no impide que notes el cordel que lo sujeta.
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